Moviendo afectos

28/02/21

Revista Scherzo. Eduardo Torrico

Concierto de Nereydas con María Espada en la Fundación Juan March, con obras de Pergolesi, Nebra, Avison y Haendel.

“(…) si la finalidad de la música es despertar sensaciones y emociones en quien la escucha, el objetivo se cumplió con creces. La primera parte estuvo dedicada a los tres nacidos en la primera década del XVIII y la segunda, al venerable Haendel.

Contar con una soprano como María Espada es una bendición del cielo para cualquier ensemble u orquesta. Este concierto comenzó con la bellísima Salve Regina en Do menor, obra injustamente opacada, dentro de la producción de Pergolesi, por su omnipresente Stabat Mater, que de tanto programarse en salas de conciertos y de incluirse en grabaciones discográficas acaba repitiendo como el ajo en cualquier estómago. Tras tan contundente entrada (nada de una obrilla menor para ir calentando motores), fue el turno del gran genio español de la centuria, Nebra, el único que pudo rivalizar con las luminarias italianas que llegaron a nuestro país de la mano de los reyes de la nueva dinastía borbónica. De su zarzuela Iphigenia en Tracia (al libretista Nicolas González Martínez se le debió de ir la olla cuando no situó a Ifigenia en Áulide ni en Táuride, sino en la lejana Tracia), Espada y Nereydas abordaron la primorosa aria de Orestes Llegar ninguno intente, que también sirvió para el bis de despedida. Y de Avison tuvimos una deliciosa dosis de sus lessons scarlattinas, con dos movimientos (Largo y Allegro) del Concierto nº 5 en Re menor.

Pero la parte del león se la llevó, como no podía ser de otra manera, Haendel, con fragmentos varios de Ariodante (la obertura y el aria de Ginebra Volate amori), Aci, Galatea e Polifemo (la conturbadora aria de la muerte de Acis, Verso giá l’alma col sangue) y Giulio Cesare (las arias de Cleopatra Piangerò, la sorte mia y Da tempeste). Fue aquí cuando cantante y ensemble (seis violines, viola, violonchelo, contrabajo y clave) sacaron a relucir lo mejor de sí mismos. La música de Haendel siempre es buena, pero, cuanto mejor se interpreta, más se disfruta de ella. Y el disfrute fue grande, porque el grupo de Illán estuvo realmente espléndido.

Concluyo con una consideración que no debería caer en saco roto: no era práctica habitual entonces, y mucho menos ahora, que un grupo de cámara, cuyo formato es siempre reducido, cuente con un director que se dedica solo a dirigir y no a tocar también un instrumento; es un plus añadido en la búsqueda de la excelencia. Se nos hace extraño, porque estamos acostumbrados a otra cosa, pero que alguien indique a cada momento lo que pretende de cada intérprete no tendría que tomarse por algo baladí”.

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